Cartografías como paisajes de ningún lugar
En un mapa no se pone el sol, no habitan las memorias y sólo dejan huella los esfuerzos conquistadores. En un mapa no hay casas, no hay pueblos, no hay ritos, no hay (ya) monstruos en los límites de lo conocido. Sin embargo, los mapas fueron hechos para conocer el mundo, informar el avance de un ejército, planear una invasión, defender un país, orientarse en un viaje y también, encontrar algo escondido. Las líneas de un mapa señalan territorios separados por infinitas leguas que caben entre dos dedos, sus colores, informan la altura de una montaña inescalable a partir de variaciones superpuestas entre dos tonos, sus coordenadas, permiten guiar los viajes por el mar. Un mapa traza aquellos límites que separan el hogar del resto del mundo, un mar del resto del mar, las islas de los continentes, el Occidente del Oriente. Un mapa es poder y la inquietud insaciable de poder, conocer y dominar no parece que vaya a detenerse pronto. Hace tiempo ya que se han cartografiado el espacio, las estrellas fijas y los planetas cercanos. Hay escritores que han dibujado los mapas de sus mundos imaginarios.
Un mapa es una representación con todo el peso que esta cuestión conlleva. Se trata de una ficción del mundo, de una miniatura, una convención que puede hacer de un territorio inabarcable un dibujo que cabe en un bolsillo. Un mapa suele ser plano y el que lo mira, hace las veces de un dios. Sin un mapa no se está en ningún lugar.
Muy por el contrario, está el paisaje, aquella representación artística que también cuenta algo sobre un espacio geográfico cuya superficie -llena de accidentes naturales y artificiales- es observada desde algún sitio, por alguien específico, en un momento y de una manera particular. En el paisaje, los chinos hallaron la clave de la contemplación espiritual de la naturaleza, los hombres del Renacimiento las ciudades que se pierden en el horizonte y los románticos la inmanencia del arte en las montañas, las ruinas y el cambiante mar. Según Ernst Bloch, es en el paisaje y en su promesa de territorios infinitos donde, ante el cansancio de los mapas y sus límites sin sorpresa, se encuentra el espacio para proyectar nuestra esperanza.
El mapa y el paisaje se encontraron muchas veces. En Vista y plano de Toledo (1608-1614) fue el mismísimo Greco quien superpuso al paisaje de la ciudad española un mapa abierto sujetado por un joven aristócrata. Por tra parte, sería quizás Joaquín Torres García, unos cuatrocientos años después, quien daría a los mapas la política del paisaje en su América Invertida (1943) ese dibujo a pluma donde los hemisferios están patas para arriba. En cualquier caso, mapa y paisaje -como representaciones del espacio- parecen contradecirse y entre la pretendida objetividad de los mapas y la existencia subjetiva de los paisajes, cuesta dilucidar el contorno de los límites que secretamente los separan y los unen.
Mapa de Sabrina Weingart intenta un equilibrio entre estos registros. Sin perder la materialidad plana de los mapas los amplifica, distribuye en el espacio físico enormes territorios de tal manera que alturas, luces y colores vuelven habitable y cálido aquel tiempo de los mapas que de otro modo nos resulta ajeno, neutral, lejano. Así, Mapa defiende una estética basada en una actividad cartográfica, que siempre fue artística, para confeccionar un paisaje personal con las formas de un territorio imaginario donde los límites se superponen y los territorios se ensombrecen entre sí. Entre esas sombras, otros límites un poco más temperamentales, los mapas revelan algo de sus propias huellas: lo que hay bajo sus organizadas imágenes, lo que cuentan sus infinitas historias, la secreta filiación de sus territorios divididos, la contradicción infame entre lo que representan y cómo lo hacen. Se trata, en cierto sentido, de un mecanismo de palimpsesto que, a la vez que habita de memorias un mapa, lo convierte en un paisaje contemporaneo para señalar los porosos y siempre modificables destinos del espacio que habitamos.
En un mapa, se mencionó antes, no se pone el sol, mientras que en Mapa es una luz ajena la que define la filiación de los territorios, uniendo a veces y separando otras. También, se dijo que en un mapa no habitan las memorias, mientras que aquí son precisamente esos resabios fragmentarios los que le confieren a la obra su extrañeza compositiva. En un mapa (ya) no hay casas, pueblos ni ritos, sólo colores. Quizás sea este el tiempo de pensar en ellos de una forma menos convencional… ¿Si este mapa es un paisaje contemporáneo cuál será la reflexión que sobre ello nos señala?
Resulta evidente afirmar que Mapa se trata de una pieza experiencial que al tiempo que se apropia de las formas del paisaje contemporáneo y de los mapas,supone una relación indisociable entre el espacio y el tiempo por lo demás intransferible. En ese sentido, quizás resulte conveniente conservar de todo esto únicamente la nota de Bloch sobre la esperanza. Por otra parte, seguir el trazo cartográfico sugerido por la artista, que aquí fue motivo tan sólo de los desvaríos de un camino posible, le corresponde únicamente al espectador, a aquel que como en un viaje decida aventurarse por este mapa de ningún lugar.